(Mt 26,14…27,66)
Comienza la Semana Santa: Con el Domingo de Ramos entramos en la semana mayor de la historia y de nuestra fe. En estos días que llamamos «santos» ha nacido el cristianismo, y ha surgido del escándalo y de la locura de la Cruz. Ahí está todo cuanto afecta y tiene como singular el cristianismo, por ello en estos días cambia el ritmo de la liturgia: Del domingo de Ramos a Pascua, se multiplican las ocasiones en las que se nos invita a acompañar con calma, casi hora a hora, los últimos momentos de Jesús. Son días especiales, son los días en los que se juega nuestro destino.
A lo largo de estos días, mientras los creyentes de todas las religiones gritan a Dios para que los salve de sus sufrimientos, los cristianos vemos a Dios sufrir: “La esencia del cristianismo se concentra en el rostro de Cristo crucificado”. (Cardenal Martini).
Es una semana para contemplar la Cruz, estar junto a ella sintiendo la sombra de todas las cruces de la tierra, donde Cristo sigue crucificado en toda carne que sufre y vive herida. Dice un gran teólogo del siglo XX: “ Dios no salva del sufrimiento, sino en el sufrimiento; no protege de la muerte, sino en la muerte. No libera de la Cruz, sino en la cruz” (Bonhoeffer).
La lectura de la pasión en un domingo que empieza alegre y festivo con la entrada bulliciosa en la Eucaristía, evocando la entrada en Jerusalén y concluye con el relato de la pasión, en un clima austero y sobrio, es bellísima. A Jesús no le bastó entregar su cuerpo en la Eucaristía, lavar los pies a sus discípulos, pasar por la vida haciendo el bien, sudando sangre en el huerto, sino que llega hasta el final. El camino que inició en Galilea, hace tres años, concluye ahora en la Cruz. No puede ir más allá.
El cadáver que pende de la Cruz no es el cuerpo esbelto y atrayente de un atleta sino “ un hombre sin figura humana, ante quien se vuelve el rostro” (Isaías), el hombre que ama hasta el límite, desnudo y envilecido, deshonrado, que cuelga de un patíbulo. Está en la Cruz, pero no para satisfacer a una divinidad ansiosa de sangre, no. No es Dios el culpable de este homicidio…Lo ha dejado claro: “Yo no bebo la sangre de los corderos, ni como la carne de los toros…Lo que yo quiero es amor, no sacrificio” (Os. 6,6).
Jesús entra en la muerte por amor, para estar con nosotros también en nuestros límites, para ser con nosotros, para atraer a todos y haciéndose carne de nuestra carne, transformarnos a todos con su resurrección. La Semana Santa nos invita a reflexionar, a pensar en nuestro destino, a acompañar, orar, caminar, esperar, agradecer y seguir caminando.
La justicia de Dios no se expresa haciéndole pagar a cada uno lo que hace, sino dándole a cada uno su amor, dándose a sí mismo a cada uno. Esto no es una fantasía, no es un invento. La Cruz de Cristo es la prueba evidente de esta realidad que nos desborda y que nos plantea preguntas.