La Soledad de la Portería, la Virgen marinera que llegó a reina

Hoy la vemos pasearse por las calles de Triana con majestad y elegancia. Siempre la tuvo, pero en sus orígenes, la Soledad, sin séquito y sin corona, era el faro de atracción y alivio para los cientos de roncotes que cada mes se echaban a la mar.

Los roncotes, según la Academia canaria de la lengua, era el nombre dado a los pescadores canarios, curtidos en las faenas de la pesca que se realizaban en la costa de África próxima a las Islas.

La mayoría de ellos vecinos de los Riscos, de menguado salario y amplia familia, faenaban a lo largo de un mes a la búsqueda de parte de las capturas que secaban y salaban para poder conservarlos: chernes, tollos o jareas. No percibían un sueldo fijo, sino un tercio de lo que pescaban y que se repartía entre el armador, la marinería y los vendedores locales. En el siglo XIX , su número, en la ciudad, se acercaba a ochocientos.

El trabajo a bordo era duro y expuesto a los inesperados vaivenes de un mar, por lo general, salvaje y recio. La comida era frugal, – y “aunque con gofio y jareas hasta diez mareas”, como quedó acuñado en la filosofía popular – la llegada a tierra era la mejor recompensa para unos hombres que se jugaban la vida en el tobogán nunca domesticado del Océano. Por supuesto, esa llegada no sólo era esperanza y futuro, también a veces era hambre, cuando no se lograba una buena faena o cuando la fatalidad o la tormenta se había cobrado el precio de una o varias vidas.

Siempre, pero sobre todo en los días vacíos y enlutados, la Virgen de la Soledad de la Portería era un lugar de referencia. La primera diligencia, cuando tocaban tierra en el cercano muelle de Las Palmas, era visitar a la Virgen y arrodillarse junto a su hornacina en la portería del convento franciscano ante la que ardía permanentemente, desde el siglo XVII, una lámpara ofrecida por los piadosos hermanos Sánchez de Orellana. Cuando la imagen se trasladó a la Iglesia, después de la desamortización, y se entronizó en el Altar Mayor, allí seguían acudiendo, pescadores y grumetes, para cumplir sus promesas. Esos votos arrancados a bandazos, cuando las olas cruzaban la cubierta, sobre todo en las noches de tormenta. Sus ofrendas no eran dinero, demasiado escaso para repartir, sino algún cestón repleto de pescado que era parte del botín arrancado con tanto riesgo y sufrimiento a lo largo de la expedición.

Escrito por

es_ESSpanish