(Mt 17,1-9)
Estamos ante un evangelio que inyecta energía, da esperanza a nuestras alas y nos reafirma en nuestra apuesta: Seguir caminando para encontrarnos con Cristo, para identificarnos más con El…Merece la pena. En estos tiempos difíciles que, a la mínima, se nos pone a parir a los cristianos, se nos trata como imbéciles y sólo se subraya lo negativo y lo minoritario, es necesario respirar hondo, oxigenarnos y mantenernos.
La Transfiguración es una página de teología en imágenes. Se trata de ver a Jesús como el sol de nuestra vida y, al mismo tiempo, descubrirnos a nosotros como iconos inacabados, pero siempre en ascenso, de ese Jesús: hombres y mujeres que hacemos de la vida un esfuerzo paciente y gozoso de liberación de toda esa luz y belleza que todos llevamos dentro. Somos iconos de esa transfiguración, – “ustedes son la luz” – ascendente e inconclusa de lo mejor de nosotros: “Y su ropa se volvió blanca como la luz”. El esplendor es tan desbordante y excesivo que no se detiene en el rostro de Cristo, va más allá del cuerpo, se desborda y hasta transfigura y cambia la materia que lo envuelve.
Jesús tomó consigo a tres discípulos y subió a la montaña. Los montes son como índices, como dedos que apuntan al Misterio y a la profundidad de la existencia. Nos evocan que la vida es ascender, subir, progresar: Cada vez más cielo, cada vez más luz. “Allí aparecieron Moisés y Elías…”: Toda la historia santa iluminada, inconclusa, bella.
Entonces Pedro, atónito y seducido por tanta belleza exclama estupefacto: ¡Qué bien estamos aquí, no bajemos…! Es la reacción propia de alguien que ha podido sentir por un instante lo que significa estar, vivir en el Reino de Dios…No sólo Jesús, su rostro o sus vestidos brillaban, también se llenaba de luz el monte, todas las cosas…También la mirada de los discípulos… Y Pedro reacciona, porque no hay verdadera vida, no hay fe, si no le precede el asombro.
San Pablo escribe a su discípulo Timoteo una frase preciosa, le dice: “Cristo ha venido y ha iluminado la vida”. Cristo ha venido a iluminar no sólo los vestidos, el rostro, la montaña…No sólo a sus discípulos, sino también ha venido a iluminar nuestros sueños, ha venido a iluminar la existencia de todos. Cristo ha venido a darle belleza y luz a la historia.
Hace poco, una señora que estaba de paso en la parroquia, me decía que a ella le bastaría repetir “Cristo ha venido a iluminar la vida”, para no cansarse y para darle sentido a su fe…»Creo que los cristianos deberíamos proclamar más esto: La belleza de Dios, un Dios fascinante, atractivo, hermoso. No insistir tanto en que la fe es justa, verdadera, exigente…. Y, en cambio, deberíamos anunciar más la Palabra del Tabor: ¡Dios es hermoso!» (Von Balthasar)
Nosotros que somos una gotita de luz, guardada en un vaso de barro ¿Qué hemos de hacer para que brille esa luz? La respuesta nos la da esa voz misteriosa que se escucha en el monte: “Este es mi Hijo, ESCUCHENLO!”. El primer paso para que la belleza de Dios nos contagie es escucharlo, dedicar tiempo y corazón a su Evangelio.
Por otra parte, el entusiasmo de Pedro y la reacción de Jesús que le invita a bajar del monte, nos enseña algo también imprescindible: La fe para ser fuerte, creíble y viva debe superar el estupor, el enamoramiento exultante, el grito espontáneo e inmediato, la reacción inmediata, puramente emocional y poco consistente. Jesús invita a los discípulos a bajar y a seguir andando.
La visión del monte debe ser como el combustible para avanzar, para resistir y seguir escalando……La imagen de Jesús, «luz de la luz», debe permanecer en la memoria, pero la ruta de la vida atraviesa, a veces, tramos durísimos e inquietantes…Es entonces cuando no debemos olvidar que la luz sigue brillando sobre las nubes que pasan y que en nuestro corazón sigue habiendo retazos de esa luz que necesitamos seguir liberando y que viene de ese Jesús que hay que buscar no lejos de nosotros, porque el va también en nuestras lágrimas y en nuestras fatigas.
La consigna de Jesús es pro-activa: “¡Vamos, sigamos caminando… No tengan miedo!”