(Mt 3,13-17)
Concluimos el ciclo de la Navidad. Y, en el centro de este día, hacemos memoria del Bautismo del Señor. La escena que nos describe San Mateo es grandiosa: el cielo se abre, una paloma desciende sobre las aguas del Jordán, sobre Jesús, con un vuelo lento, de alas abiertas y se escucha una voz que es una declaración de amor.
En el centro de la escena y lo que verdaderamente parece interesar al evangelista es la “apertura del cielo…” El bautismo lo anota como de pasada, como un simple inciso… “Cuando salió del agua, los cielos se abrieron…”
Es una sensación de libertad, de novedad, de infinito: los cielos “se abrieron,” como se abre una ventana para que entre el sol, como se abren los brazos de un papá para acoger al niño que da los primeros pasos, como se abre la intimidad a un amigo. Así se abre el cielo para que salga y entre la vida. Y se abren desde dentro, presionados por la urgencia de Dios que quiere darse…Y se abren ante el asedio doliente de la vida, que quiere sanarse…¡Ya no se cerrarán jamás!
Y del cielo baja una voz: “¡Este es mi hijo amado en quien me complazco!” Tres palabras. Tres palabras claves en torno a las cuales gira toda la vida cristiana, palabras que arden, que queman: ” Hijo”, “amado” , “en quien me complazco”.
“Hijo”…Es la primera palabra. Es un término potente en cualquier civilización o cultura, también para los creyentes. Dios engendra hijos según su especie y, tú y yo, todos nosotros, llevamos en nuestras células el cromosoma, el ADN de Dios.
La segunda palabra que se escucha es el término “amado”. “Amado”, porque sí…La salvación deriva del hecho de que “ Dios me ama”, no de que ”yo amo a Dios”. Que yo sea amado, no depende de mi… Depende de Dios… Y ese amor que me envuelve es el que me inunda y me transforma, el que me hace santo: soy santo porque soy amado.
Y la tercera palabra, inusual, bellísima, extraña: “Tu eres mi complacencia”. La voz grita desde el cielo, grita sobre el mundo: La vida contigo es bella, hijo mío. Me haces feliz…Tu estar ahí me llena de gozo, estar contigo es lo mejor que me puede pasar.
La escena, insisto es grandiosa. Dejémonos arrebatar por lo que vemos, oímos, sentimos…Es el Bautismo de Jesús, pero describe también toda la potencia de nuestro propio Bautismo… El primer Bautismo, pero también el Bautismo de cada día, ese Bautismo que acabamos de renovar con la aspersión del agua al inicio de la Eucaristía. Esa agua que limpia, purifica, calma la sed, refresca, sana, hace crecer la semilla, da vida. Y el Espíritu, primera presencia que aparece en la Biblia…Ese Espíritu que aleteaba sobre las aguas, según el Génesis, y que es el primer movimiento de todo génesis, de todo nacimiento, de todo Bautismo.
La realidad, nuestra realidad como cristianos, es grandiosa. Vivimos inmersos en Dios y Dios vive inmerso en nosotros. Lo afirma el mismo término “bautizar”: “sumergir.” Vivimos sumergidos en Dios, como el pez en el agua, como vivimos dentro del aire que respiramos, como estamos dentro de la luz que acaricia nuestros ojos: “En él estamos, en El vivimos, en El nos movemos”, dirá S. Pablo a los atenienses, en el discurso del Aerópago y recoge uno de los prefacios dominicales.
Cuando hablamos de vivir sumergidos en Dios, no estamos hablando de Santa Teresa de Calcuta o de San Antonio de Padua, no. Hablamos de ti y de mi. Cada mañana una voz repite estas tres palabras que hemos escuchado en el Evangelio. Posiblemente palabras que escucharemos con mayor intensidad cuanto mayor sean las tinieblas que envuelvan nuestra vida: “Tu eres mi hijo amado, mi complacencia”.
¿Puede haber algo más hermoso, más gratificante? Dios se complace en mí…A pesar de mis fallos…¿Quién podrá arrebatarme esta lotería? ¿Cómo vivir en adelante con un corazón agradecido? ¿Cómo crecer día a día como hijo de Dios?.