“No puede haber tristeza cuando nace la vida” (S. León Magno).
La Navidad es alegría y la Iglesia, el Evangelio, nos invita a la alegría; no nos invita a una alegría insulsa y superficial, tampoco nos invita a la alegría de quienes ríen y no saben por qué, envueltos,quizás, en unos villancicos que nacieron un día para adorar a un Dios hecho Niño y hoy, permanecen, deformados por la publicidad, en los medios o repetidos hasta la saciedad en las áreas comerciales, sin más finalidad que incitarnos a la compra y al consumo… En las calles,hay muchas luces, lo invaden todo, pero no iluminan el interior de nadie; hay estrellas que guían, pero que no conducen a ninguna parte.
Y, sin embargo, tenemos motivos para el júbilo radiante, para la alegría plena, para la fiesta solemne: “Dios se ha hecho hombre y ha venido a habitar entre nosotros”. Hoy se nos invita a vivir alegres, a dejarnos invadir por la cercanía de Dios; se nos invita a dejarnos seducir por la ternura de Dios que se manifiesta en un Niño recién nacido; se nos invita a dejarnos fascinar, a entusiasmarnos, por un Dios inaudito, provocador.
Los creyentes tenemos que recuperar el corazón de esta fiesta y descubrir, detrás de tanto aturdimiento y superficialidad, el misterio que da origen a tanta felicidad.