Es lunes santo y Jesús, durante cuatro tardes seguidas, abandona el Templo, los duros conflictos del atrio y se refugia en Betania, en casa de sus amigos, en el cálido círculo de la amistad; en casa de Lázaro, de Marta, María y otros, entre los que está también el fariseo del evangelio de hoy…Parece como si quisiera coger aliento para poder afrontar los dramáticos días que le aguardan.
La amistad no es un tema menor en el Evangelio. Nos hace pasar del anonimato de la multitud, a un rostro único; en este caso el de María, una mujer que unge los pies de Jesús, que los mantiene muy cerca de ella…Los pies de Jesús, un tesoro muy pobre, sin duda, donde nada hay aparentemente de divino y donde Jesús siente y soporta el cansancio de ser hombre.María acaricia esos pies, tan lejos del cielo y tan cerca de la tierra, tan cargados del polvo del que estamos hechos.
Son los pies que han caminado por los senderos y caminos de Galilea y también, caminan sobre el corazón de tantos, sobre tu pobre corazón y el mío: allí donde sentimos, sientes, como en ningún otro rincón, que eres, que somos, polvo y ceniza.
Una caricia y la mujer derrama el nardo precioso sobre los pies de Dios. Dios no tiene alas, sino pies: Pies para perderse por las calles de la historia, por los campos minados de Ucrania, por los arrabales, guetos y caminos de la vida, por donde transita el hombre tantas veces, en soledad y desamparo.
Dentro de unos días, será El, Jesús, el que repetirá el gesto de María, arrodillado ante los suyos; con los pies de los otros en sus manos. María, la mujer del Evangelio de hoy y Jesús coinciden en el mismo gesto; inventado, no por humildad, sino por amor.
Cuando el hombre ama, realiza actos propios de Dios y cuando Dios ama, realiza actos propios del hombre…Dios ama “con un corazón de carne”.
En esta tarde el Evangelio nos invita a entrar en este ámbito, donde las lágrimas y el olor a perfume se mezclan casi por igual. Es un marco saturado de vida…En él se mueven diferentes personajes: Jesús, el fariseo, el resto de invitados y una mujer que irrumpe en la escena con un gesto tan inesperado como inoportuno.Tratemos de ponernos del lado de la mujer, como se puso Cristo, y miremos y admiremos tanto exceso.
Jesús la mira y ve en ella algo especial, su mirada no tiene nada que ver con la mirada del fariseo: Pasa por encima de las contradicciones morales de aquella mujer y se detiene en el germen, en la raíz de donde surge todo aquello que hace…Jesús se fija en el impulso divino que moviliza toda vida, en ese germen que habita el interior de todo hombre y mujer, también el corazón de la última prostituta y lo pone de manifiesto: «A esta mujer se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho».