En su intercesión a favor de Sodoma, Abraham decía a Dios: “Me estoy poniendo pesado hablándole a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza” (Gen 18,27). El hombre bíblico tenía una conciencia viva de su fragilidad: reconocía humildemente que si Dios no mantenía en él el aliento de la vida, “pronto retornaría al polvo” (Job 34,15), pues, según la palabra del Creador, el hombre “es polvo y en polvo se convertirá” (Gen 3,19).
Estos textos bíblicos nos indican el sentido dado al rito de la ceniza en la liturgia. En estas citas y en otras se inspira una de las fórmulas de la imposición de la ceniza. Ahora bien, Jesús se ha revestido de nuestra propia carne y, en su pasión, ha sido triturado, reducido a polvo. Pero en El, el Padre ha transformado las cenizas en árbol de vida.
En el umbral de la Pascua, en ese camino de Resurrección, nosotros mismos reconocemos nuestra fragilidad al pedirle a Dios que aliente en nosotros su Espíritu de vida, como lo hizo al principio de la Creación (Gen 2,7) y el día de Pascua (Jn 20,22).
Por eso la fórmula alternativa nos abre al futuro llamándonos a convertirnos, a identificarnos con Cristo para transformarnos en criaturas nuevas:
“¡Conviértete y cree en el Evangelio!”