El año 303 de nuestra era, el emperador Diocleciano, instigado por su Cesar Galerio, decretó la última persecución sistemática del Imperio romano contra los cristianos. En Abitine, una pequeña ciudad romana del norte de Africa, asentada en lo que hoy es el actual Túnez, se iba a escribir una de las páginas más estimulantes en relación con la praxis del domingo.
Después de cuarenta años de paz, la Iglesia se había consolidado socialmente, gozaba ya de ciertas estructuras ministeriales básicas y tenía, incluso, capacidad de “editar” sus propios libros litúrgicos. La persecución pretendía acabar con la Iglesia y volver al antiguo esplendor del Imperio. Cortar el avance de la nueva religión y detener el declive político y moral del momento. Era una persecución global sin precedentes, en todas las regiones y contra toda manifestación externa de la fe cristiana.
En este marco emerge el testimonio de los 49 mártires de Abitine – hombre, mujeres y niños – que fueron asesinados simplemente por reunirse y celebrar el día del Señor en la casa de uno de ellos.
Las Actas de la ejecución de estos cristianos es un testimonio vivo y admirable de lo que significaba en esa primera época, en “la época de los mártires,» la asamblea dominical.
A la demanda del procónsul que interroga una y otra vez al presbítero del grupo y le pregunta por qué hacen lo que está prohibido “reunirse”, éste contesta “nosotros los cristianos no podemos vivir sin reunirnos el domingo”, “somos cristianos, porque nos reunimos el domingo”. Para ellos reunirse el domingo no es una “obligación” sino una cosa natural o, mejor, una necesidad vital.
La asamblea dominical es, sin duda, el hogar donde se forja el coraje cristiano de los mártires de estos primeros siglos. Hombres y mujeres que viven su fe aislados en una sociedad hostil y necesitan encontrarse, reunirse, descubrirse como iglesia que camina en el mundo para así afrontar las dificultades de la marcha..
“Sobre esta experiencia martirial debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI” afirma Benedicto XVI en una alocución al Congreso Eucarístico Nacional Italiano, celebrado en Bari, hace algunos años.
Nosotros que vivimos dispersos en una sociedad indiferente, secularizada, cuando no hostil, estamos también amenazados. Necesitamos encontrarnos. Confesar juntos nuestra fe y celebrar juntos nuestra esperanza. Sólo así, reuniéndonos cada domingo, para confesar y celebrar nuestra fe, seremos capaces de permanecer y mantener nuestra identidad cristiana en la dispersión, en una sociedad en la que cada vez vivimos más aislados.
El cristiano aislado, vive amenazado
